jueves, 30 de octubre de 2008

Funes, el memorioso

Funes el memorioso

J.L.BORGES

Lo recuerdo (yo no tengo derecho a pronunciar ese verbo sagrado, sólo un hombre en la tierra tuvo derecho y ese hombre ha muerto) con una oscura pasionaria en la mano, viéndola como nadie la ha visto, aunque la mirara desde el crepúsculo del día hasta el de la noche, toda una vida entera. Lo recuerdo, la cara taciturna y aindiada y singularmente remota, detrás del cigarrillo. Recuerdo (creo) sus manos afiladas de trenzador. Recuerdo cerca de esas manos un mate, con las armas de la Banda Oriental; recuerdo en la ventana de la casa una estera amarilla, con un vago paisaje lacustre. Recuerdo claramente su voz; la voz pausada, resentida y nasal del orillero antiguo, sin los silbidos italianos de ahora.

Más de tres veces no lo vi; la última, en 1887... Me parece muy feliz el proyecto de que todos aquellos que lo trataron escriban sobre él; mi testimonio será acaso el más breve y sin duda el más pobre, pero no el menos imparcial del volumen que editarán ustedes. Mi deplorable condición de argentino me impedirá incurrir en el ditirambo -género obligatorio en el Uruguay-,cuando el tema es un uruguayo. Literato, cajetilla, porteño; Funes no dijo esas injuriosas palabras, pero de un modo suficiente me consta que yo representaba para él esas desventuras-

 Pedro Leandro Ipuche ha escrito que Funes era un precursor de los superhombres, «un Zarathustra cimarrón y vernáculo»; no lo discuto, pero no hay que olvidar que era también un compadrito de Fray Bentos, con ciertas incurables limitaciones.

Mi primer recuerdo de Funes es muy perspicuo. Lo veo en un atardecer de marzo o febrero del año ochenta y cuatro. Mi padre, ese año, me había llevado a veranear a Fray Bentos. Yo volvía con mi primo Bernardo Haedo de la estancia de San Francisco.

Volvíamos cantando, a caballo, y ésa no era la única circunstancia de mi felicidad.

Después de un día bochornoso, una enorme tormenta color pizarra había escondido el cielo. La alentaba el viento del Sur, ya se enloquecían los árboles; yo tenía el temor (la esperanza) de que nos sorprendiera en un descampado el agua elemental. Corrimos una especie de carrera con la tormenta. Entramos en un callejón que se ahondaba entre dos veredas altísimas de ladrillo. Había oscurecido de golpe; oí rápidos y casi secretos pasos en lo alto; alcé los ojos y vi un muchacho que corría por la estrecha y rota vereda como por una estrecha y rota pared. Recuerdo la bombacha, las alpargatas, recuerdo el cigarrillo en el duro rostro, contra el nubarrón ya sin límites. Bernardo le gritó imprevisiblemente: «¿Qué horas son, Ireneo?» Sin consultar el cielo, sin detenerse, el otro respondió: «Faltan cuatro minutos para las ocho, joven Bernardo Juan Francisco». 

La voz era aguda, burlona.

Yo soy tan distraído que el diálogo que acabo de referir no me hubiera llamado la atención si no lo hubiera recalcado mi primo, a quien estimulaban (creo) cierto orgullo local, y el deseo de mostrarse indiferente a la réplica tripartita del otro.

Me dijo que el muchacho del callejón era un tal Ireneo Funes, mentado por algunas rarezas como la de no darse con nadie y la de saber siempre la hora, como un reloj.

Agregó que era hijo de una planchadora del pueblo, María Clementina Funes, y que algunos decían que su padre era un médico del saladero, un inglés O'Connor, y otros un domador o rastreador del departamento del Salto. Vivía con su madre, a la vuelta de la quinta de los Laureles.

Los años ochenta y cinco y ochenta y seis veraneamos en la ciudad de Montevideo. El ochenta y siete volví a Fray Bentos. Pregunté, como es natural, por todos los conocidos y, finalmente, por el «cronométrico Funes». Me contestaron que lo había volteado un redomón en la estancia de San Francisco, y que había quedado Tullido, sin esperanza.

Recuerdo la impresión de incómoda magia que la noticia me produjo: la única vez que yo lo vi, veníamos a caballo de San Francisco y él andaba en un lugar alto; el hecho, en boca de mi primo Bernardo, tenía mucho de sueño elaborado con elementos anteriores. Me dijeron que no se movía del catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En los atardeceres, permitía que lo sacaran a la ventana. Llevaba la soberbia hasta el punto de simular que era benéfico el golpe que lo había fulminado... Dos veces lo vi atrás de la reja, que burdamente recalcaba su condición de eterno prisionero: una, inmóvil, con los ojos cerrados; otra, inmóvil también, absorto en la contemplación de un oloroso gajo de santonina.

No sin alguna vanagloria yo había iniciado en aquel tiempo el estudio metódico del latín. Mi valija incluía el De vires illustribus de Lhomond, el Thesaurus de Quicherat, los comentarios de Julio César y un volumen impar de la Naturalis historia de Plinio, que excedía (y sigue excediendo) mis módicas virtudes de latinista. Todo se propala en un pueblo chico; Ireneo, en su rancho de las orillas, no tardó en enterarse del arribo de esos libros anómalos. Me dirigió una carta florida y ceremoniosa, en la que recordaba nuestro encuentro, desdichadamente fugaz, «del día siete de febrero del año ochenta y cuatro», ponderaba los gloriosos servicios que don Gregorio Haedo, mi tío, finado ese mismo año, «había prestado a las dos patrias en la valerosa jornada de Ituzaingó», y me solicitaba el préstamo de cualquiera de los volúmenes, acompañado de un diccionario «para la buena inteligencia del texto original, porque todavía ignoro el latín». Prometía devolverlos en buen estado, casi inmediatamente. La letra era perfecta, muy perfilada; la ortografía, del tipo que Andrés Bello preconizó: i por y, j por g. Al principio, temí naturalmente una broma. Mis primos me aseguraron que no, que eran cosas de Ireneo. 

No supe si atribuir a descaro, a ignorancia o a estupidez la idea de que el arduo latín no requería más instrumento que un diccionario; para desengañarlo con plenitud le mandé el Gradus ad Parnassum, de Quicherat, y la obra de Plinio.

El catorce de febrero me telegrafiaron de Buenos Aires que volviera inmediatamente, porque mi padre no estaba «nada bien». Dios me perdone; el prestigio de ser el destinatario de un telegrama urgente, el deseo de comunicar a todo Fray Bentos la contradicción entre la forma negativa de la noticia y el perentorio adverbio, la tentación de dramatizar mi dolor, fingiendo un viril estoicismo, tal vez me distrajeron de toda posibilidad de dolor. Al hacer la valija, noté que me faltaba el Gradus y el primer tomo de la Naturales historia. El Saturno zarpaba al día siguiente, por la mañana; esa noche, después de cenar, me encaminé a casa de Funes. Me asombró que la noche fuera no menos pesada que el día.

En el decente rancho, la madre de Funes me recibió.

Me dijo que Ireneo estaba en la pieza del fondo y que no me extrañara encontrarla a oscuras, porque Ireneo sabía pasarse las horas muertas sin encender la vela. Atravesé el patio de baldosa, el corredorcito; llegué al segundo patio. Había una parra; la oscuridad pudo parecerme total. Oí de pronto la alta y burlona voz de Ireneo. Esa voz hablaba en latín; esa voz (que venía de la tiniebla) articulaba con moroso deleite un discurso o plegaria o incantación. Resonaron las sílabas romanas en el patio de tierra; mi temor las creía indescifrables, interminables; después, en el enorme diálogo de ese noche, supe que formaban el primer párrafo del vigesimocuarto capítulo del libro séptimo de la Naturalis historia. La materia de ese capítulo es la memoria; las palabras últimas fueron «ut nihil non iisdem verbis redderetur auditum».

Sin el menor cambio de voz, Ireneo me dijo que pasara. Estaba en el catre, fumando.

Me parece que no le vi la cara hasta el alba creo rememorar el ascua momentánea del cigarrillo. La pieza olía vagamente a humedad. Me senté; repetí la historia del telegrama y de la enfermedad de mi padre.

Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno e que ya lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo d hace ya medio siglo. No trataré de reproducir sus palabras, irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas cosas que me dijo Ireneo. El estilo indirecto es remoto y débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados períodos que me abrumaron esa noche.

Ireneo empezó por enumerar, en latín y español, los casos d memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro, re de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos los soldado de sus ejércitos; Mitrídates Eupator, que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio; Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos maravillaran. Me dijo que antes de esa tarde lluviosa e: que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristiano: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombre propios; no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido con quien sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi intolerable de tan rico y tan nítido, y también las memorias más antiguas y más triviales. 

Poco después averiguó que estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó (sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo. Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.

Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del 30 de abril de 1882 y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc.

Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: «Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo». Y también: «Mis sueños son como la vigilia de ustedes». Y también, hacia el alba: «Mi memoria, señor, es como vaciadero de

basuras». Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo.

Esas cosas me dijo; ni entonces ni después las he puesto en duda. En aquel tiempo no había cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo, inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos inmortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas las cosas y sabrá todo.

La voz de Funes, desde la oscuridad, seguía hablando.

Me dijo que hacia 1886 había discurrido un sistema original de numeración y que en muy pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no podía borrársele. Su primer estímulo, creo, fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los otros números. En lugar de siete mil trece, decía (por ejemplo) «Máximo Pérez»; en lugar de siete mil catorce, «El Ferrocarril»; otros números eran «Luis Melián Lafinur», « Olimar», «azufre», «los bastos», «la ballena», «el gas», «la caldera», «Napoleón», «Agustín de Vedia». En lugar de quinientos, decía «nueve». Cada palabra tenía un signo particular, una especie de marca; las últimas eran muy complicadas... Yo traté de explicarle que es rapsodia de voces inconexas era precisamente lo contrario de un sistema de numeración. 

Le dije que decir 365 era decir tres centenas, seis decenas, cinco unidades; análisis que no existe en los «números» El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o no quiso entenderme.

Locke, en el siglo XVII, postuló (y reprobó) un idioma imposible en el que cada cosa individual, cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera un nombre propio; Funes proyectó alguna vez un idioma análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado general, demasiado ambiguo. En efecto, Funes no sólo recordaba cada hoja de cada árbol, de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.

Los dos proyectos que he indicado (un vocabulario infinito para la serie natural de los números, un inútil catálogo mental de todas las imágenes del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas.

No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez.

Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso.

Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus recuerdos era más minucioso y más vivo que nuestra percepción de un goce físico o de un tormento físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado, había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa dirección volvía la cara para dormir. También solía imaginarse en el tundo del río, mecido y anulado por la corriente.

Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.

La recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de tierra.

Entonces vi la cara de la voz que toda la noche había hablado. Ireneo tenía diecinueve años; había nacido en 1868; me pareció monumental como el bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las profecías y a las pirámides. Pensé que cada una de mis palabras (que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes inútiles.

Ireneo Funes murió en 1889, de una congestión pulmonar.

1942

Fútbol Teatral


foto: Josué Carantón

FUTBOL TEATRAL

Juan Villoro

 

Hace años conocí a un hombre que había muerto doscientas veces. Trabajaba de doble en películas de narcos y traileras o en ocasionales westerns filmados en Durango. Era experto en rodar por escaleras, caer de balcones y ser atropellado. Se retiró por un problema en la columna y procuró aliviarlo con analgésicos que le causaron una úlcera, saldo bastante benévolo en su línea de trabajo.

 

Aquel profesional de la muerte fotogénica podría haber sido futbolista. Ningún otro deporte admite tan alta cuota de histrionismo. De pronto, un delantero vuela por los aires, cae con espectacular pirueta, rueda sobre el pasto, se lleva las manos al rostro y se convulsiona en espera de que el árbitro saque la tarjeta roja o de perdida la amarilla.

 

¿Qué ocurre con el atleta en estado de estertor? Es atendido con una esponja húmeda en la frente y buches de agua. En unos segundos se recupera sin otra calamidad que el pelo empapado y la camiseta desfajada. Escenario de la resurrección, el fútbol ofrece seres agonizantes que vuelven a correr. Cuando la patada de veras da en el blanco, el agraviado se queda quieto.

 

El faul simulado pertenece a la costumbre. Como también los árbitros ven televisión, saben quiénes son los más propensos a venirse abajo, y a veces no les marcan ni las faltas verdaderas: el silbante confunde al herido con un contorsionista y lo amonesta con el orgullo de quien devela una placa de cien representaciones.

 

En el béisbol sería impensable que un bateador se tirara alegando que el pícher lo golpeó con una pelota invisible; en el fútbol americano ningún fullback detiene su carrera para fingir que un defensivo lo trata con "rudeza innecesaria". Sólo el fútbol fomenta las faltas imaginarias. En parte, esto se debe a que sus jueces se equivocan más. El pícaro de guardia puede sacar ventaja del sudoroso hombre de negro que lo vigila a extenuantes veinte metros de distancia.

 

Un lance de Francia 98 ayuda a comprender el poderío de la pantomima. Diego Simeone, el argentino que ha sido símbolo de entrega en el Atlético de Madrid y el Inter de Milán, mostró su amor a las candilejas en el partido contra Inglaterra. La justa había despertado tanto interés como si ahí se dirimiera el destino de las Malvinas. El primer tiempo rebasó todas las expectativas con un peleado 2 a 2 y un gol de museo del novato Michael Owen. Sin embargo, en el segundo acto David Beckham, dueño de un refinamiento en el chut sólo superado por su corte de pelo, sufrió un encontronazo con el Cholo Simeone. Beckham le lanzó una patada discreta pero intencionada. Hasta aquí todo entraba en la rijosa lógica del reino animal. Entonces llegó la isabelina venganza de Simeone: el Cholo se desplomó como un ensartado Mercutio. Gracias a este gesto, la merecida tarjeta de amonestación alcanzó el rubor de la expulsión. Un par de años después, con motivo de un Manchester-Inter, que volvió a enfrentar a Beckham y a Simeone, el argentino reconoció su treta. Si uno de los mejores se disfraza de comediante, ya podemos suponer lo que ocurre con quienes no disponen de otro recurso que el dramatismo. Como aquel doble que sucumbió doscientas veces, ciertos futbolistas sobreviven a base de muertes transitorias.


 

Cómo se salvó Wang-Fô

foto: Lucho Buitrago

Cómo se salvó Wang-Fô

Marguerite Yourcenar

 

El anciano pintor Wang-Fô y su discípulo Ling erraban por los caminos del reino de

Han.

Avanzaban lentamente, pues Wang-Fô se detenía durante la noche a contemplar los

astros y durante el día a mirar las libélulas. No iban muy cargados, ya que Wang-Fô amaba

la imagen de las cosas y no las cosas en sí mismas, y ningún objeto del mundo le parecía

digno de ser adquirido a no ser pinceles, tarros de laca y rollos de seda o de papel de arroz.

Eran pobres, pues Wang-Fô trocaba sus pinturas por una ración de mijo y despreciaba las

monedas de plata. Su discípulo Ling, doblándose bajo el peso de un saco lleno de bocetos,

encorvaba respetuosamente la espalda como si llevara encima la bóveda celeste, ya que

aquel saco, a los ojos de Ling, estaba lleno de montañas cubiertas de nieve, de ríos en

primavera y del rostro de la luna de verano.

Ling no había nacido para correr los caminos al lado de un anciano que se apoderaba

de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre era cambista de oro; su madre era la hija

única de un comerciante de jade, que le había legado sus bienes maldiciéndola por no ser

un hijo. Ling había crecido en una casa donde la riqueza abolía las inseguridades. Aquella

existencia, cuidadosamente resguardada, lo había vuelto tímido: tenía miedo de los

insectos, de la tormenta y del rostro de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre

le escogió una esposa, y la eligió muy bella, pues la idea de la felicidad que proporcionaba a

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su hijo lo consolaba de haber llegado a la edad en que la noche sólo sirve para dormir. La

esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada

como las lágrimas. Después de la boda, los padres de Ling llevaron su discreción hasta el

punto de morirse, y su hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su

joven esposa, que sonreía sin cesar, y de un ciruelo que daba flores rosas cada primavera.

Ling amó a aquella mujer de corazón límpido igual que se ama a un espejo que no se

empaña nunca, o a un talismán que siempre nos protege. Acudía a las casas de té para

seguir la moda, y favorecía moderadamente a bailarinas y acróbatas. Una noche, en una

taberna, tuvo por compañero de mesa a Wang-Fô. El anciano había bebido, para ponerse

en un estado que le permitiera pintar con realismo a un borracho; su cabeza se inclinaba

hacia un lado, como si se esforzara por medir la distancia que separaba su mano de la taza.

El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y aquella noche, Wang

hablaba como si el silencio fuera una pared y las palabras unos colores destinados a

embadurnarla. Gracias a él, Ling conoció la belleza que reflejaban las caras de los

bebedores, difuminadas por el humo de las bebidas calientes, el esplendor tostado de las

carnes lamidas de una forma desigual por los lengüetazos del fuego, y el exquisito color de

rosa de las manchas de vino esparcidas por los manteles como pétalos marchitos. Una

ráfaga de viento abrió la ventana; el aguacero penetró en la habitación. Wang-Fô se agachó

para que Ling admirase la lívida veta del rayo y Ling, maravillado, dejó de tener miedo a las

tormentas.

Ling pagó la cuenta del viejo pintor; como Wang-Fô no tenía ni dinero ni morada, le

ofreció humildemente un refugio. Hicieron juntos el camino; Ling llevaba un farol; su luz

proyectaba en los charcos inesperados destellos: Aquella noche, Ling se enteró con

sorpresa de que los muros de su casa no eran rojos, como él creía sino que tenían el color

de una naranja que se empieza a pudrir. En el patio, Wang-Fô advirtió la forma delicada de

un arbusto, en el que nadie se había fijado hasta entonces, y lo comparó a una mujer joven

que dejara secar sus cabellos. En el pasillo, siguió con arrobo el andar vacilante de una

hormiga a lo largo de las grietas de la pared, y el horror que Ling sentía por aquellos bichitos

se desvaneció. Entonces, comprendiendo que Wang-Fô acababa de regalarle un alma y una

percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al anciano en la habitación donde habían

muerto sus padres.

Hacía años que Wang-Fô soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño

tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer le parecía lo bastante irreal para servirle de

modelo, pero Ling podía serlo, puesto que no era una mujer. Más tarde, Wang-Fô habló de

pintar a un joven príncipe tensando el arco al pie de un alto cedro. Ningún joven de la época

actual era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling mandó posar a su mujer bajo

el ciruelo del jardín. Después, Wang-Fô la pintó vestida de hada entre las nubes de

poniente, y la joven lloró, pues aquello era un presagio de muerte. Desde que Ling prefería

los retratos que le hacía Wang-Fô a ella misma, su rostro se marchitaba como la flor que

lucha con el viento o con las lluvias de verano. Una mañana la encontraron colgada de las

ramas del ciruelo rosa: las puntas de la bufanda de seda que la estrangulaba flotaban al

viento mezcladas con sus cabellos; parecía aún más esbelta que de costumbre, y tan pura

como las beldades que cantan los poetas de tiempos pasados. Wang-Fô la pintó por última

vez, pues le gustaba ese color verdoso que adquiere el rostro de los muertos. Su discípulo

Ling desleía los colores y este trabajo exigía tanta aplicación que se olvidó de verter unas

lágrimas.

Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanque para

proporcionar al maestro tarros de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa

estuvo vacía, se marcharon y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fô estaba

cansado de una ciudad en donde ya las caras no podían enseñarle ningún secreto de

belleza o de fealdad, y juntos ambos, maestro y discípulo, vagaron por los caminos del reino

de Han.

Su reputación los precedía por los pueblos, en el umbral de los castillos fortificados y

bajo el pórtico de los templos donde se refugian los peregrinos inquietos al llegar el

crepúsculo. Se decía que Wang-Fô tenía el poder de dar vida a sus pinturas gracias a un

último toque de color que añadía a los ojos. Los granjeros acudían a suplicarle que les

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pintase un perro guardián, y los señores querían que les hiciera imágenes de soldados. Los

sacerdotes honraban a Wang-Fô como a un sabio; el pueblo lo temía como a un brujo.

Wang se alegraba de estas diferencias de opiniones que le permitían estudiar a su alrededor

las expresiones de gratitud, de miedo o de veneración.

Ling mendigaba la comida, velaba el sueño de su maestro y aprovechaba sus éxtasis

para darle masaje en los pies. Al apuntar el día, mientras el anciano seguía durmiendo, salía

en busca de paisajes tímidos, escondidos detrás de los bosquecillos de juncos. Por la

noche, cuando el maestro, desanimado, tiraba sus pinceles al suelo, él los recogía. Cuando

Wang-Fô estaba triste y hablaba de su avanzada edad, Ling le mostraba sonriente el tronco

sólido de un viejo roble; cuando Wang-Fô estaba alegre y soltaba sus chanzas, Ling fingía

escucharlo humildemente.

Un día, al atardecer, llegaron a los arrabales de la ciudad imperial, y Ling buscó para

Wang-Fô un albergue donde pasar la noche. El anciano se envolvió en sus harapos y Ling

se acostó junto a él para darle calor, pues la primavera acababa de llegar y el suelo de barro

estaba helado aún. Al llegar el alba, unos pesados pasos resonaron por los pasillos de la

posada; se oyeron los susurros amedrentados del posadero y unos gritos de mando

proferidos en lengua bárbara. Ling se estremeció, recordando que el día anterior había

robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No puso en duda que venían a

arrestarlo y se preguntó quién ayudaría mañana a Wang-Fô a vadear el próximo río.

Entraron los soldados provistos de faroles. La llama, que se filtraba a través del papel

de colores, ponía luces rojas y azules en sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba

en su hombro, y, de repente, los más feroces rugían sin razón alguna. Pusieron su pesada

mano en la nuca de Wang-Fô, quien no pudo evitar fjarse en que sus mangas no hacían

juego con el color de sus abrigos. Ayudado por su discípulo, Wang-Fô siguió a los soldados,

tropezando por unos caminos desiguales. Los transeúntes, agrupados, se mofaban de

aquellos dos criminales a quienes probablemente iban a decapitar. A todas las preguntas

que hacía Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas le

dolían y Ling, desesperado, miraba a su maestro sonriendo, lo que era para él una manera

más tierna de llorar.

Llegaron a la puerta del palacio imperial, cuyos muros color violeta se erguían en

pleno día como un trozo de crepúsculo. Los soldados obligaron a Wang-Fô a franquear

innumerables salas cuadradas o circulares, cuya forma simbolizaba las estaciones, los

puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las

puertas giraban sobre sí mismas mientras emitían una nota de música, y su disposición era

tal que podía recorrerse toda la gama al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se

concertaba para dar idea de un poder y de una sutileza sobrehumanas y se percibía que las

más ínfimas órdenes que allí se pronunciaban debían de ser definitivas y terribles, como la

sabiduría de los antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se hizo tan

profundo que ni un torturado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina; los

soldados temblaron como mujeres, y el grupito entró en la sala en donde se hallaba el Hijo

del Cielo sentado en su trono.

Era una sala desprovista de paredes, sostenida por unas macizas columnas de piedra

azul. Florecía un jardín al otro lado de los fustes de mármol y cada una de las flores que

encerraban sus bosquecillos pertenecía a una exótica especie traída de allende los mares.

Pero ninguna de ellas tenía perfume, por temor a que la meditación del Dragón Celeste se

viera turbada por los buenos olores. Por respeto al silencio en que bañaban sus

pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del recinto y hasta se había

expulsado de allí a las abejas. Un alto muro separaba el jardín del resto del mundo, con el

fin de que el viento, que pasa sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de

batalla, no pudiera permitirse ni rozar siquiera la manga del Emperador.

El Maestro Celeste se hallaba sentado en un trono de jade y sus manos estaban

arrugadas como las de un viejo, aunque apenas tuviera veinte años. Su traje era azul, para

simular el invierno, y verde, para recordar la primavera. Su rostro era hermoso, pero

impasible como un espejo colocado a demasiada altura y que no reflejara más que los

astros y el implacable cielo. A su derecha tenía al Ministro de los Placeres Perfectos y a su

izquierda al Consejero de los Tormentos Justos. Como sus cortesanos, alineados al pie de

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las columnas, aguzaban el oído para recoger la menor palabra que de sus labios se

escapara, había adquirido la costumbre de hablar siempre en voz baja.

—Dragón Celeste —dijo Wang-Fô, prosternándose—, soy viejo, soy pobre y soy débil.

Tú eres como el verano; yo soy como el invierno. Tú tienes Diez Mil Vidas; yo no tengo más

que una y pronto acabará. ¿Qué te he hecho yo? Han atado mis manos que jamás te

hicieron daño alguno.

—¿Y tú me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —dijo el

Emperador.

Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó su mano derecha, que

los reflejos del suelo de jade transformaban en glauca como una planta submarina, y Wang-

Fô, maravillado por aquellos dedos tan largos y delgados, trató de hallar en sus recuerdos si

alguna vez había hecho del Emperador o de sus ascendientes un retrato tan mediocre que

mereciese la muerte. Mas era poco probable, pues Wang-Fô, hasta aquel momento, apenas

había pisado la corte de los Emperadores, prefiriendo siempre las chozas de los granjeros o,

en las ciudades, los arrabales de las cortesanas y las tabernas del muelle en las que

disputan los estibadores.

—¿Me preguntas lo que me has hecho, viejo Wang-Fô? —prosiguió el Emperador,

inclinando su cuello delgado hacia el anciano que lo escuchaba—. Voy a decírtelo. Pero

como el veneno ajeno no puede entrar en nosotros, sino por nuestras nueve aberturas, para

ponerte en presencia de tus culpas deberé recorrer los pasillos de mi memoria y contarte

toda mi vida. Mi padre había reunido una colección de tus pinturas en la estancia más

escondida de palacio, pues sustentaba la opinión de que los personajes de los cuadros

deben ser sustraídos a las miradas de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los

ojos. En aquellas salas me educaron a mí, viejo Wang-Fô, ya que habían dispuesto una

gran soledad a mi alrededor para permitirme crecer. Con objeto de evitarle a mi candor las

salpicaduras humanas, habían alejado de mí las agitadas olas de mis futuros súbditos, y a

nadie se le permitía pasar ante mi puerta, por miedo a que la sombra de aquel hombre o

mujer se extendiera hasta mí. Los pocos y viejos servidores que se me habían concedido se

mostraban lo menos posible; las horas daban vueltas en círculo; los colores de tus cuadros

se reavivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por las noches, yo los

contemplaba cuando no podía dormir, y durante diez años consecutivos estuve mirándolos

todas las noches. Durante el día, sentado en una alfombra cuyo dibujo me sabía de

memoria, reposando la palma de mis manos vacías en mis rodillas de amarilla seda, soñaba

con los goces que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo con el país de

Han en medio, semejante al llano monótono hueco de la mano surcada por las líneas fatales

de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos y, más lejos aún, las

montañas que sostienen el cielo. Y para ayudarme a imaginar todas esas cosas, yo me valía

de tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía a la vasta capa de agua extendida en

tus telas, tan azul que una piedra al caer no puede por menos de convertirse en zafiro; que

las mujeres se abrían y se cerraban como las flores, semejantes a las criaturas que

avanzan, empujadas por el viento, por los senderos de tus jardines, y que los jóvenes

guerreros de delgada cintura que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas

que podían traspasarnos el corazón. A los dieciséis años, vi abrirse las puertas que me

separaban del mundo: subí a la terraza del palacio a mirar las nubes, pero eran menos

hermosas que las de tus crepúsculos. Pedí mi litera: sacudido por los caminos, cuyo barro y

piedras yo no había previsto, recorrí las provincias del Imperio sin hallar tus jardines llenos

de mujeres parecidas a luciérnagas, aquellas mujeres que tú pintabas y cuyo cuerpo es

como un jardín. Los guijarros de las orillas me asquearon de los océanos; la sangre de los

ajusticiados es menos roja que la granada que se ve en tus cuadros; los parásitos que hay

en los pueblos me impiden ver la belleza de los arrozales; la carne de las mujeres vivas me

repugna tanto como la carne muerta que cuelga de los ganchos en las carnicerías, y la risa

soez de mis soldados me da náuseas. Me has mentido, Wang-Fô, viejo impostor: el mundo

no es más que un amasijo de manchas confusas, lanzadas al vacío por un pintor insensato,

borradas sin cesar por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más hermoso de los

reinos y yo no soy el Emperador. El único imperio sobre el que vale la pena reinar es aquel

donde tú penetras, viejo Wang-Fô, por el camino de las Mil Curvas y de los Diez Mil Colores.

5

Sólo tú reinas en paz sobre unas montañas cubiertas por una nieve que no puede derretirse

y sobre unos campos de narcisos que nunca se marchitan. Y por eso, Wang-Fô, he buscado

el suplicio que iba a reservarte, a ti cuyos sortilegios han hecho que me asquee de cuanto

poseo y me han hecho desear lo que jamás podré poseer. Y para encerrarte en el único

calabozo de donde no vas a poder salir, he decidido que te quemen los ojos, ya que tus

ojos, Wang— Fô, son las dos puertas mágicas que abren tu reino. Y puesto que tus manos

son los dos caminos, divididos en diez bifurcaciones, que te llevan al corazón de tu imperio,

he dispuesto que te corten las manos. ¿Me has entendido, viejo Wang-Fô?

Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling se arrancó del cinturón un cuchillo

mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo

sonrió y añadió con un suspiro:

—Y te odio también, viejo Wang-Fô, porque has sabido hacerte amar. Matad a ese

perro.

Ling dio un salto para evitar que su sangre manchase el traje de su maestro. Uno de

los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling se desprendió de su nuca, semejante a

una flor tronchada. Los servidores se llevaron los restos y Wang-Fô, desesperado, admiró la

hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo dejaba en el pavimento de piedra

verde.

El Emperador hizo una seña y dos eunucos limpiaron los ojos de Wang-Fô.

—Oyeme, viejo Wang—Fo —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas, pues no es el

momento de llorar. Tus ojos deben permanecer claros, con el fin de que la poca luz que aún

les queda no se empañe con tu llanto. Ya que no deseo tu muerte sólo por rencor, ni sólo

por crueldad quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fô. Poseo, entre la

colección de tus obras, una pintura admirable en donde se reflejan las montañas, el estuario

de los ríos y el mar, infinitamente reducidos, es verdad, pero con una evidencia que

sobrepasa a la de los objetos mismos, como las figuras que se miran a través de una esfera.

Pero esta pintura se halla inacabada, Wang-Fô, y tu obra maestra no es más que un

esbozo. Probablemente, en el momento en que la estabas pintando, sentado en un valle

solitario, te fijaste en un pájaro que pasaba, o en un niño que perseguía al pájaro. Y el pico

del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No has

terminado las franjas del manto del mar, ni los cabellos de algas de las rocas. Wang-Fô,

quiero que dediques las horas de luz que aún te quedan a terminar esta pintura, que

encerrará de esta suerte los últimos secretos acumulados durante tu larga vida. No me cabe

duda de que tus manos, tan próximas a caer, temblarán sobre la seda y el infinito penetrará

en tu obra por esos cortes de la desgracia. Ni me cabe duda de que tus ojos, tan cerca de

ser aniquilados, descubrirán unas relaciones al límite de los sentidos humanos. Tal es mi

proyecto, viejo Wang-Fô, y puedo obligarte a realizarlo. Si te niegas, antes de cegarte

quemaré todas tus obras y entonces serás como un padre cuyos hijos han sido todos

asesinados y destruidas sus esperanzas de posteridad. Piensa más bien, si quieres, que

esta última orden es una consecuencia de mi bondad, pues sé que la tela es la única

amante a quien tú has acariciado. Y ofrecerte unos pinceles, unos colores y tinta para

ocupar tus últimas horas es lo mismo que darle una ramera como limosna a un hombre que

va a morir.

A una seña del dedo meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente

la pintura inacabada donde Wang-Fô había trazado la imagen del cielo y del mar. Wang-Fô

se secó las lágrimas y sonrió, pues aquel apunte le recordaba su juventud. Todo en él

atestiguaba una frescura de alma a la que ya Wang-Fô no podía aspirar, pero le faltaba, no

obstante, algo, pues en la época en que la había pintado Wang, todavía no había

contemplado lo bastante las montañas, ni las rocas que bañan en el mar sus flancos

desnudos, ni tampoco se había empapado lo suficiente de la tristeza del crepúsculo. Wang-

Fô eligió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo y se puso a extender, sobre el

mar inacabado, amplias pinceladas de azul. Un eunuco, en cuclillas a sus pies, desleía los

colores; hacía esta tarea bastante mal, y más que nunca Wang-Fô echó de menos a su

discípulo Ling.

6

Wang empezó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada en una montaña.

Luego añadió a la superficie del mar unas pequeñas arrugas que no hacían sino acentuar la

impresión de su serenidad. El pavimento de jade se iba poniendo singularmente húmedo,

pero Wang-Fô, absorto en su pintura, no advertía que estaba trabajando sentado en el agua.

La frágil embarcación, agrandada por las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el

primer plano del rollo de seda. El ruido acompasado de los remos se elevó de repente en la

distancia, rápido y ágil como un batir de alas. El ruido se fue acercando, llenó suavemente

toda la sala y luego cesó; unas gotas temblaban, inmóviles, suspendidas de los remos del

barquero. Hacía mucho tiempo que el hierro al rojo vivo destinado a quemar los ojos de

Wang se había apagado en el brasero del verdugo. Con el agua hasta los hombros, los

cortesanos, inmovilizados por la etiqueta, se alzaban sobre la punta de los pies. El agua

llegó por fin a nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que hubiera podido

oírse caer las lágrimas.

Era Ling, en efecto. Llevaba puesto su traje viejo de diario, y su manga derecha aún

llevaba la huella de un enganchón que no había tenido tiempo de coser aquella mañana,

antes de la llegada de los soldados. Pero lucía alrededor del cuello una extraña bufanda

roja. Wang-Fô le dijo dulcemente, mientras continuaba pintando:

—Te creía muerto.

—Estando vos vivo —dijo respetuosamente Ling—, ¿cómo podría yo morir?

Y ayudó al maestro a subir a la barca. El techo de jade se reflejaba en el agua, de

suerte que Ling parecía navegar por el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos

sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador

flotaba como un loto.

—Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fô—. Esos desventurados van a

perecer, si no lo han hecho ya. Yo no sabía que había bastante agua en el mar para ahogar

a un Emperador. ¿Qué podemos hacer?

—No temas nada, Maestro —murmuró el discípulo—. Pronto se hallarán a pie enjuto,

y ni siquiera recordarán haberse mojado las mangas. Tan sólo el Emperador conservará en

su corazón un poco de amargor marino. Estas gentes no están hechas para perderse por el

interior de una pintura.

Y añadió:

—La mar está tranquila y el viento es favorable. Los pájaros marinos están haciendo

sus nidos. Partamos, maestro, al país de más allá de las olas.

—Partamos —dijo el viejo pintor.

Wang-Fô cogió el timón y Ling se inclinó sobre los remos. La cadencia de los mismos

llenó de nuevo toda la estancia, firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del

agua iba disminuyendo insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían

a ser columnas. Muy pronto, tan sólo unos cuantos charcos brillaron en las depresiones del

pavimento de jade. Los trajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador

conservaba algunos copos de espuma en la orla de su manto.

El rollo de seda pintado por Wang-Fô permanecía sobre una mesita baja. Una barca

ocupaba todo el primer término. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella un delgado surco

que volvía a cerrarse sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres

sentados en la barca, pero aún podía verse la bufanda roja de Ling y la barba de Wang-Fô,

que flotaba al viento.

La pulsación de los remos fue debilitándose y luego cesó, borrada por la distancia. El

Emperador, inclinado hacia delante, con la mano a modo de visera delante de los ojos,

contemplaba alejarse la barca de Wang-Fô, que ya no era más que una mancha

imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó, desplegándose sobre el

mar. Finalmente, la barca viró en derredor a una roca que cerraba la entrada a la alta mar;

cayó sobre ella la sombra del acantilado; borróse el surco de la desierta superficie y el pintor

Wang-Fô y su discípulo Ling desaparecieron para siempre en aquel mar de Jade azul que

Wang-Fô acababa de inventar.