viernes, 28 de noviembre de 2008

socializaciòn comuna 4 y programaciòn 2008

Jorge Willian el interventor
Osvaldo Zapata el Presidente de la JAL


Josuè y su presentación

Comentarios para el proyecto

BARRIOS POR NODOS PARA REALIZAR LAS FERIAS EN EL MES DE DICIEMBRE



NODO 1
FERIA N° 1
FECHA: 5 DE DICIEMBRE
HORA: 5 P.M. A 8 P.M.
DIRECCIÓN: CRA. 48ª N° 85 C 85
CONTACTO: ESTELLA BEDOYA 213 44 13 – 213 28 29
PRESIDENTA ACCION COMUNAL

Las Esmeraldas
La Maquinita
La Piñuela



NODO 2
FERIA N° 2
FECHA: 12 DE DICIEMBRE
HORA: 5 P.M. A 8 P.M.
DIRECCIÓN: CARRERA 48ª CON CALLE 77 PARQUE EL CALVARIO
CONTACTO: HOBER JARAMILLO 233 26 52 – 311 629 63 90
PRESIDENTE ACCION COMUNAL

Campo Valdés
Campo Valdés Parte baja
Brasilia
Miranda



NODO 3
FERIA N° 3
FECHA: 19 DE DICIEMBRE
HORA: 5 P.M. A 8 P.M.
DIRECCIÓN: CARRERA 49ª CON CALLE 94 PARQUE DE ARANJUEZ
CONTACTO: PETER TORRES 314 611 97 91
PRESIDENTE ACCION COMUNAL

Aranjuez San Cayetano
Berlín N° 2
Lídice Berlín
San Nicolás




segunda feria San Antonio de Prado

opiniones en el taller
Taller literario

Y mas con el escritor


el escritor y su obra Edgar Trejos



todo el mundo con Gabriel




Caja Viajera





Perifoneo







INFORME SEGUNDA FERIA LITERARIA
SECTOR EL LIMONAR
CASA DE LA CULTURA DEL CORREGIMIENTO
CORREGIMIENTO DE SAN ANTONIO DE PRADO

La segunda feria literaria se desarrolla el jueves 27 de noviembre de 2008 desde las 4:00 pm hasta las 7:30 pm en dos lugares estratégicos del corregimiento de San Antonio de Prado: La cancha del sector del Limonar y la Casa de la cultura del corregimiento. La feria literaria articula diversas actividades de promoción de lectura para niños, jóvenes y adultos. La Caja viajera, el encuentro con el escritor y su obra, el taller literario y la tertulia son las actividades centrales del proyecto Comunidad lectora en la comuna 80.
En la cancha del limonar se realiza el encuentro con el escritor y su obra, el escritor invitado Edgar Trejos coordina desde hace un año un grupo literario de jóvenes amantes de la poesía. En el encuentro se leen textos del autor y se dialoga en torno a las vivencias que posibilitan su creación literaria. En el mismo lugar se instala la caja viajera con textos de literatura infantil y juvenil y material didáctico para el trabajo de promoción de lectura con niños.
Paralelo a la actividad del limonar, en la casa de la Cultura del corregimiento se realiza el segundo taller literario; la metodología utilizada fue “Nuestro Periódico” con dinámicas que involucran la lectura de crónicas periodísticas de medios impresos de circulación nacional y local ( La Casa de las Ramírez, del escritor antioqueños Juan José Hoyos)y la creación de textos por parte de los asistentes a partir de sus realidades cotidianas, de historias tradicionales de San Antonio de Prado o anécdotas personales que se transforman en relatos para compartir.
Para finalizar la actividad y lograr así un impacto en diversos grupos poblacionales se desarrolla la tertulia “Encuentros” a partir de la película “Antes del atardecer” proyectada el lunes 24 de noviembre en el parque central del corregimiento. Textos de Jorge Luis Borges, Milán Kundera, Julio Cortázar y anécdotas personales logran consolidar un espacio de encuentro en torno a la relación intrínseca entre literatura y vida.
Las ferias literarias en San Antonio de Prado se constituyen en espacios de encuentro para toda la comunidad y posibilitan la apropiación por parte de los ciudadanos de los espacios públicos a través de relatos, publicaciones, lecturas en voz alta y espacios para la creación literaria de sus habitantes.

1 feria San Antonio de Prado

cine foro
el escritor y su obra


el escritor y su obra

taller literario




caja viajera



INFORME PRIMERA FERIA LITERARIA
COMUNA 80
CORREGIMIENTO SAN ANTONIO DE PRADO
PARQUE CENTRAL DEL CORREGIMIENTO
CASA DE LA CULTURA

La primera feria del corregimiento de San Antonio de Prado se realiza el lunes 24 de noviembre de 2008 desde las 4:00 pm hasta las 8:30 pm en el Parque Central del corregimiento de San Antonio de Prado, Comuna 80.La Feria literaria es concebida como un espacio de encuentro entre la comunidad del corregimiento y las más diversas expresiones literarias (caja viajera, cine literario, taller literario, encuentro con el escritor y su obra)
La Feria integra las siguientes actividades: Caja viajera, con libros de literatura infantil y juvenil, el taller literario sobre la ciudad, con la metodología Huellas que consiste en la búsqueda de referentes propios de ciudad a través de lugares, imágenes y espacios. En el taller se abordan textos de autores locales que recorren y habitan las calles de Medellín.
El parque central se constituye en el eje, en el punto de encuentro de jóvenes y adultos, en ese lugar confluyen las historias de propios y extraños de una localidad que conserva costumbres propias de lo rural, pero que vivencia la injerencia de lo urbano.
El cine literario con la película Antes del Atardecer, del director Richard Linklater posibilita un espacio de reflexión alrededor del cine y su relación intrínseca con la literatura y es en ese espacio donde el encuentro con el escritor y su obra cobra sentido. Gabriel Hernández, un joven escritor de Medellín habla de sus vivencias en torno a la escritura y comparte con la comunidad los poemas de su primera publicación: Con la Izquierda del Fondo editorial de la Universidad Pontificia Bolivariana.
La toma de los espacios públicos del corregimiento es una estrategia central de las ferias literarias que buscan articular actividades de promoción de lectura entre diferentes grupos poblacionales: niños, jóvenes, adultos, adultos mayores. La vivencia de la literatura además del disfrute íntimo entre el lector y el libro se transforma en una experiencia colectiva cuando se resignifican los espacios públicos.
La consolidación de un grupo literario de jóvenes conformado en la Casa de la Cultura de San Antonio de Prado y la difusión de su revista Árcades es otro de los objetivos del proyecto Formación de una comunidad lectora. La difusión de las obras de los escritores del corregimiento con su comunidad se articula a la dinámica de las ferias literarias que buscan lograr un mayor impacto y convertirse en un referente artístico, cultural y literario entre los habitantes de San Antonio de prado.
En el parque central de San Antonio de Prado comienzan los encuentros de la Comunidad Lectora de Medellín.

jueves, 20 de noviembre de 2008

Fotos equipo de trabajo y socializacion comuna 6

Reunión Comuna6 Laura y Freddy

Comuna 6 Josué, Don Luís Carlos y Gabriel

socializacion comuna 6

asistentes socializacion comuna 6

Asistentes socialización comuna 6

socializacion comuna 6

socializacion comuna 6


equipo de trabajo CL


equipo de trabajo CL

Josué socialización comuna 6

Don Luis Carlos y Gabriel en la comuna 6

Paulo Cesar, Laura, Freddy, Juan

Paulo Cesar, Juan Gabriel y Laura


El coordinador Josué Carantón

diseño de volante y afiche


martes, 4 de noviembre de 2008

FUTBOL Y CIENCIA


FUTBOL Y CIENCIA
ROBERTO FONTANARROSA

¡Hasta siempre, señor árbitro!
Los 73.000 espectadores que concurrieron el 15 de enero de 1988 al Duisburg Stadium de Oberhausen no pudieron dejar de apreciar que entre los protagonistas del espectáculo había significativas ausencias.
Y no se trataba, por cierto, de que el Ruhr 214 no alistara entre sus filas a Hans "Caperucita" Gfrörer, o bien que entre los fervorosos "barqueros" del Postfach no estuviese Fritz, "El talabartero" Kiepenheuer. Lisa y llanamente, lo que brillaba por su ausencia aquella tarde en el Duisburg Stadium era el público, dado que, la "Effektivaterien Ballönem Helveticen" había anunciado el match como una prueba piloto de un nuevo sistema de "referato a distancia". Efectivamente, a escasos cien metros del coqueto estadio de Oberhausen, los concurrentes podían advertir una misteriosa construcción de cemento, de forma tubular, que alcanzaba la respetable altura de 75 metros. Esta torre no representaba ventaja alguna, y más podía confundirse con un monumento moderno, o con alguna reminiscencia emblemática de la majestuosidad nazi que con lo que verdaderamente era: la central computarizada de control desde donde se dirigía el encuentro. Los curiosos asistentes al match tampoco podían adivinar que, bajo sus pies, una intrincada maraña de cables, sensores electrónicos, filamentos inalámbricos y terminales computadorizadas, unían el estadio propiamente dicho con la torre de referato.
Dentro de la torre, a una altura de 50 metros sobre el nivel del piso, se encuentra la nave central, a la cual se accede mediante el servicio de tres elevadores, uno para el árbitro y los restantes para ambos jueces de línea. Quien entra allí, a ese vasto recinto privado de luz natural y arrullado por el permanente murmullo de los acondicionadores de aire, podrá pensar que se halla en alguna de las centrales de control de vuelo de la NASA, o bien que ha caído en el vientre mismo del Nautilius, el legendario sumergible del capitán Nemo.
Cientoveintisiete pantallas de televisión, prolijamente alineadas, emiten su mensaje, desde las paredes levemente curvadas del salón. En frente de ellas, en medio de ellas, tres hombres, tres profesionales del difícil arte del referato futbolístico, recepcionan hasta el más mínimo detalle de cuanto ocurre sobre el campo de juego. Allí, alejados de la gritería ensordecedora de la turbamulta, ajenos a la indudable presión que configura el hostigamiento de los partidarios, los colegiados pueden dirigir, asépticamente, el encuentro.
El sistema, costoso hasta el momento, simplifica notablemente la tarea del árbitro y ha reducido en forma sensible los disturbios en los campos de juego. El juez, fría su mente, gozando del privilegio de beber su marca de cerveza preferida en tanto vigila a los 22 jugadores, cuenta, entonces, con la inestimable ayuda de mil ojos electrónicos, que complementan los suyos. En cuanto detecta una infracción, oprime un botón y un silbato estridente se escucha a unos cien metros más allá, en todo el estadio. Si la jugada no ha sido clara o si la infracción es dudosa, el colegiado cuenta con otro valioso recurso para calmar y convencer, en forma palmaria, al bando que se considera perjudicado: con otro simple botón desplegará sobre las dos inmensas pantallas electrónicas colocadas en ambas cabeceras del estadio, la escena repetida, con detención de imagen y ampliación de los ángulos necesarios para refrendar con sólidas razones la penalidad adoptada. Cualquiera podría suponer que esa maniobra requeriría dos o tres minutos en concretarse, con el consiguiente retraso y ruptura del ritmo del partido. Pero no es así, ya que la memoria computarizada seleccionará entre los centenares de enfoques de la misma acción, las cuatro o cinco que considera más gráficas y contundentes, brindando al juez, en una fracción de segundo, la posibilidad de poner frente al público las que juzgue más válidas. Todo esto, sin que la máxima autoridad del match sufra el reproche de los jugadores ni sus estentóreos reclamos.
Más simple aun, para le nuevo sistema de referato, es eliminar cuanta duda pueda presentarse respecto de balones fuera de juego, balones ingresados o no tras la línea de la portería o bien, incluso, ante la siempre controvertida "Ley del Offside". Un sistema televisivo tipo "Fotochart" turfístico, elimina cualquier clase de duda, ya que le ojo eléctrico que patrulla la línea del último defensor captará, precisará y denunciará a quien reciba el balón en posición prohibida. En los casos de un discutido hand, por ejemplo, donde ni siquiera la visión televisiva puede dictaminar en un ciento por ciento el contacto del balón con la mano del defensor, también la insospechable computación vendrá en auxilio del señor árbitro, puesto que las pantallas mostrarán la acción, agregando un luminoso pespunte verde. Nilo de coordenadas y flechas indicatorias que avalan la posibilidad o la imposibilidad, de que dicho contacto haya tenido lugar.
De cualquier manera, el revolucionario sistema, llamado provisoriamente A.U.P. (Arbipeissal Und Perspecktiven) admite también el encanto de la controversia. Nadie puede negar el importante condimento que significa para el partidario del fútbol la discusión en la oficina, durante toda la semana, sobre si tal o cual fallo estuvo acertadamente tomado. Y no puede tampoco, quitársele al aficionado común la posibilidad de exorcizar sus frustraciones y represiones domésticas, denostando la figura del colegiado. Así ha sido siempre y lo seguirá siendo, aunque en menor medida con el nuevo sistema, que también deja, sabiamente, resquicios para la discusión.
En algunos casos, muy puntuales, el poder de decisión quedará en manos del clásico y consabido criterio personal del árbitro. Allí, como siempre la falibilidad humana seguirá alimentando el intercambio de opiniones. Se dará, por ejemplo, con la inefable "Ley de la ventaja". No habrá computadora, entonces, que ayude a dictaminar a su referí si tal o cual jugador cometió una infracción adrede o sin quererlo, como tampoco contará el árbitro con ayuda tecnológica para decidir si el delantero que se proyectaba solo hacia el gol ha de caer definitivamente o podrá continuar con su carrera, luego del golpe que intentara derribarlo. La misma incógnita deberá enfrentar el colegiado cuando deba determinar, sin respaldo científico alguno, cuándo una "mano" dentro del área, es intencional o casual, ya que no hay todavía, por fortuna, computadora alguna que esté conectada con el cerebro mismo de los futbolistas. Se podrán repetir, entonces, protestas o abucheos del público, pero ya nunca de la magnitud de la ocurrida en torno al recordado árbitro internacional belga, Henri Degrelle*.
Justamente en virtud de este suceso, la FIFA aceleró los estudios y puesta en práctica del sistema A.U.P. De todos modos, ese grado de controversia, ese resquicio de humana posibilidad de error ha sido minuciosamente estudiado por los sicólogos que trabajaron en el proyecto para no revestir al más popular de los deportes de un halo tecnocrático que le reste espontaneísmo y creatividad. Así será, entonces, que los seguidores partidarios de los conjuntos podrán continuar exteriorizando sus quejas como siempre, como en todas las épocas, a pesar de que, también en ese orden, se han detectado indicios inquietantes. En efecto, desde el 17 de junio último, un adelanto significativo se puso de manifiesto en el campo de la protesta partidaria, en ocasión de llevarse a cabo el clásico encuentro entre el Benelux-Gotha de Mons y el Astipalaia de Grecia. Tras un discutido fallo del colegiado sueco Gustavo Skelleftea, un proyectil misilístico del tipo M-L7, versión soviética de segunda generación, impactó y redujo a polvo la torre de control de referato. Se piensa que el proyectil fue accionado por un fanático del Astipalaia, mediante un propulsor personal, desde atrás del arco norte del estadio, distante casi unos 250 metros de la sólida construcción tubular, aún hoy hecha escombros. "Ellos también han progresado mucho", sólo atinó a decir Gerd Walde, titular del Consejo Arbitral Germano y propulsor del sistema A.U.P., a título de conformista comentario.

En el tiempo indeciso

Obra: Josué Carantón

EN EL TIEMPO INDECISO

JAVIER MARIAS

 

Lo vi dos veces en persona y la primera fue la más alegre y la más desdichada, aunque lo segundo sólo retrospectivamente, es decir, lo es ahora pero no lo era entonces, luego en realidad no debería decir tal cosa. Fue en la discoteca Joy a altas horas de la noche, sobre todo para él, se supone que los futbolistas deben estar acostados desde muy temprano, permanentemente concentrados en el próximo partido, o entrenando y durmiendo, viendo vídeos de otros equipos o del suyo propio, viéndose a sí mismos, sus aciertos y fallos y las oportunidades perdidas que siempre vuelven a perderse hasta el fin de los tiempos en esas películas, durmiendo y entrenando y alimentándose, una vida de bebés casados, conviene que tengan mujer para que les haga de madre y les vigile el horario. La mayoría no hacen ni caso, detestan dormir y detestan los entrenamientos, y los grandes piensan en el partido sólo cuando salen al campo y ven que más les vale ganarlo porque allí hay cien mil personas que sí llevan una semana dándole vueltas al enfrentamiento o pidiendo venganza contra los odiados rivales. Para los grandes los rivales sólo existen durante noventa minutos y nada más que por un motivo: están ahí para impedirles a ellos lograr lo que ansían, eso es todo. Luego podrían irse de copas con esos adversarios, si no estuviera mal visto. El resentimiento pertenece a los jugadores mediocres.

Él no era desde luego mediocre, y durante algún tiempo se pensó que sería un grande cuando estuviera más maduro y más centrado, lo cual no ocurrió nunca, o quizá demasiado tarde. Era húngaro como Kubala y Puskas y Kocsis y Czibor, pero su apellido era mucho más impronunciable para nosotros, se escribía Szentkuthy y la gente acabó llamándolo ‘Kentucky’, mucho más familiar y más castellano, y de ahí se lo apodó a veces con impropiedad ‘Pollofrito’ (no casaba con su complexión atlética), los locutores de radio más atrevidos y vehementes se permitían abusos cuando pisaba el área: ‘Atención, Kentucky puede freír al Barça.’ O bien: ‘Ojo que Pollofrito puede hacer saltar la sartén por los aires, quiere organizar una de sus fritangas, cuidado que es todo aceite, aceite hirviendo, ¡ojo que quema, ojo que es resbaladizo y no se mezcla!’ Dio mucho juego a los periodistas, pero ellos olvidan pronto.

Cuando coincidí con él en la discoteca Joy llevaba temporada y media en Madrid y hablaba ya un buen español, muy correcto aunque limitado, con un innegable acento de lo más tolerable, parece que los centroeuropeos tengan siempre facilidad para las lenguas, somos los españoles los menos hábiles para aprender bien otras o pronunciarlas, ya lo decían los historiadores romanos, ese pueblo incapaz de pronunciar la s líquida, de Scipio como de Schillaci como de Szentkuthy: Escipión, Esquilache, Kentucky, han cambiado las tendencias lingüísticas. A Szentkuthy (lo llamaré por su verdadero nombre, puesto que lo escribo y no he de decirlo) ya le había dado tiempo a superar el deslumbramiento de un país nuevo y festivo y lujoso para su experiencia previa de acero, pero no todavia a tomárselo como algo natural y debido. Quizá estaba en ese momento que prosigue a roda consecución importante, en el que a uno ya no le parece un mero regalo o un milagro lo que ha logrado (ya da crédito) y empieza a temer por su permanencia, o mejor dicho, a vislumbrar como horror la vuelta posible al pasado con el que se estuvo conforme y uno tiende por tanto a borrarlo, yo no soy el que fui, soy sólo ahora, no vengo de ningún lado y no me conozco.

Conocidos comunes nos reunieron en la misma mesa, si bien durante largo rato él no se acercó a ella más que para recuperar un segundo su vaso y echar un trago entre baile y baile, una forma de entrenarse, un atleta incansable, por lo menos tendría cuerda para noventa minutos y una prórroga. Bailaba mal, con demasiado entusiasmo y poco ritmo, sin el mínimo de suficiencia necesario para armonizar los movimientos, y algunos de la mesa se reían de él, en este país un elemento de crueldad en todas las situaciones aunque nada obligue a ella, gusta hacer daño o creer que se hace. Vestía mejor que cuando llegó al equipo, según las fotos que vi en la prensa, pero no lo bastante si se lo comparaba con sus compañeros españoles, más estudiosos de la indumentaria, esto es, de los anuncios. Era uno de esos hombres que dan la impresión de llevar siempre la camisa por fuera de los pantalones aunque la lleven metida, la camiseta desde luego la llevaba por fuera en el terreno de juego cuando se lo consentía el árbitro. Por fin se sentó y ordenó a todos, con aspavientos y risa, que salieran a bailar para que él los viera mientras descansaba, ahora quería él divertirse pero sin malicia sin duda, sin crueldad ninguna, tal vez quería aprender de otros movimientos menos bisoños que los suyos. Yo fui el único que no le hizo caso, yo nunca bailo, sólo miro. No me insistió, no tanto porque no supiera quién era, no me conociera ‑eso parecía importarle poco, en la certidumbre de que a él sí lo conocía todo el mundo‑, cuanto por mi gesto firme de negativa. Moví la cabeza de un lado a otro como solemos hacerlo los habitantes de las ciudades cuando negamos a un mendigo una limosna sin aflojar el paso. La comparación no es mía, fue suya:

Parece que me haya negado usted una limosna ‑dijo cuando nos quedamos solos, los demás en la pista para complacerlo. Utilizaba el ‘usted’ como buen extranjero que tiene aún presentes las reglas, no era malo su vocabulario, la palabra ‘limosna’ no es tan frecuente.

¿Cómo lo sabes? ¿Te la han negado alguna vez? ‑dije yo, y lo tuteé en cambio, por la diferencia de edad y por algún complejo de superioridad inconsciente, del cual en seguida adquirí conciencia y por eso añadí: ‑Podemos tutearnos.‑ Y aun así lo añadí como quien concede un permiso.

¿Y a quién no? Hay muchos tipos de limosnas. Soy Szentkuthy ‑dijo ofreciéndome la mano‑, aquí nadie presenta a nadie.

Era un tipo listo: se conducía de acuerdo con la realidad (todo el mundo sabía quién era), pero negaba ese comportamiento con las palabras. Es decir, distinguía entre ambas cosas, lo cual no es tan fácil sin resultar abrumadoramente hipócrita o detestablemente ingenuo. Yo le dije mi nombre, añadí mi profesión, le estreché la mano. No me preguntó por esa profesión tan lejana a la suya, no le interesaba ni para llenar una conversación impensada y seguramente indeseada, él contaba con haberse quedado solo en la mesa contemplando el baile. Tenía el pelo rubio partido en dos bloques ondulados y casi simétricos peinados hacia atrás como si fuera un director de orquesta, una sonrisa cuadrada como de tebeo, la nariz un poco ancha, unos ojos azules muy pequeños y muy brillantes, como diminutas bombillas de feria.

¿Con cuál estás? ‑le dije señalando con la cabeza negadora hacia las mujeres de la pista, habían salido todas en grupo‑ ¿Cuál es tu novia? ¿Con cuál de ellas estás? ‑insistí para hacer más clara la pregunta.

Pareció gustarle que no le hablara en seguida del equipo ni del entrenador ni del campeonato y quizá por eso contestó sin pudor y con una sonrisa casi infantil. Su orgullo no era ofensivo ni vejatorio, ni siquiera para las mujeres, lo dijo como si ellas lo hubieran elegido a él, no al revés, y quizá había sido así:

De las seis de la mesa ‑dijo‑, he estado ya con tres, ¿qué le parece? ‑Y alzó tres dedos de la mano izquierda, con el estrépito no era fácil oírse. Él seguía llamándome de usted, la reiteración me hizo sentir algo viejo.

Y hoy qué toca ‑respondí‑, repetirse o renovar.

Él rió.

Repetirse sólo si no hay más remedio.

Un coleccionista, ¿eh? ¿Qué más coleccionas? Bueno, goles aparte.

Se quedó pensando un instante.

Eso, goles y mujeres, nada más. Cada gol una mujer distinta, es mi forma de celebrarlos ‑dijo risueño, tanto que parecía una mera broma y no cierto.

Llevaba unos veinte marcados en lo que iba de temporada, sólo en el campeonato de Liga, seis o siete más entre la Copa y la competición europea. Yo suelo seguir el fútbol, en realidad habría preferido hablarle del juego, preguntarle como un admirador más, un hincha. Pero él debía de estar aburrido de eso.

¿Siempre fue así? ¿También en Hungría, en el Honved? ‑se lo había fichado de ese equipo de Budapest, donde él había nacido.

Oh no, en Hungría no ‑dijo serio‑. Allí tenía una novia.

¿Qué ha sido de ella? ‑le pregunté.

Ella me escribe ‑dijo escuetamente y sin ninguna sonrisa.

¿Y tú?

Yo no abro sus cartas.

Szentkuthy tenía entonces veintitrés años, era un crío, me extrañó que tuviera la fuerza de voluntad, o la ausencia de curiosidad necesaria para semejante cosa. Aunque supiera el contenido probable de aquellas cartas, es difícil no querer saber cómo se dice. También tenía que tener dureza.

¿Por qué? ¿Y ella sigue escribiéndote a pesar de todo?

Sí ‑respondió como si no hubiera nada de raro en ello‑. Ella me quiere. Yo no puedo ocuparme de ella, pero no lo entiende.

¿Qué es lo que no entiende?

Ella ve las cosas para siempre, no entiende que las cosas cambien, no entiende que yo no cumpla las promesas que le hice un día, hace muchos años.

Promesas de amor eterno.

Sí, quién no las ha hecho y nadie las cumple. Todos hablamos mucho, las mujeres exigen que se les hable, por eso yo aprendo la lengua del país muy rápido, ellas siempre quieren que se les hable, después sobre todo, yo preferiría no decir nada después ni antes, como en el fútbol, metes un gol y gritas, no hace falta decir ni prometer ninguna cosa, se sabe que meterás más goles, eso es todo. Ella no entiende, ella cree que soy suyo, para siempre. Es muy joven.

Quizá aprenda con el tiempo, entonces.

No, no lo creo, usted no la conoce. Para ella seré siempre suyo. Siempre.

Esta última palabra la dijo con voz ominosa y respeto, como si ese ‘siempre’ que no era de él, sino de ella, que él negaba con los hechos a diario y con la distancia, supiera sin embargo que tenía más fuerza que cualquiera de sus negaciones, que cualquiera de sus goles madrileños y sus mujeres volátiles y conmutables. Como si supiera que uno no puede hacer nada contra una voluntad afirmativa, cuando la propia es sólo una voluntad que remolonea y niega, la gente se convence de que quiere algo como medio más eficaz para conseguirlo, y esa gente siempre tendrá ventaja frente a los que no saben qué quieren o están enterados sólo de lo que no desean. Los que somos así estamos inermes, padecemos una debilidad extraordinaria de la que no siempre somos conscientes y así nos puede anular fácilmente otra fuerza mayor que nos ha elegido, de la que escapamos sólo durante algún tiempo, las hay infinitamente resueltas e infinitamente pacientes. Por la manera en que Szentkuthy había dicho ‘siempre’ supe que acabaría casándose con aquella joven de su país que escribía, eso pensé entonces sin mucha intensidad, en realidad era un pensamiento circunstancial y anecdótico, me resultaba indiferente, no vería a Szentkuthy más que por televisión o en el estadio, tanto como pudiera, eso sí, yo adoraba su juego.

Volvían a la mesa algunos de los bailarines, así que le dije:

Cuidado, Kentucky, una de las tres mujeres con las que no has estado viene conmigo.

Soltó una carcajada elemental y estruendosa que se impuso a la música y salió otra vez a la pista. Desde allí me gritó, antes de ponerse de nuevo en danza:

Y es suya, ¿verdad? ¡Es suya para siempre!

No lo era, pero ella y yo nos fuimos antes de que él agotara la prórroga de su baile y viera si esa noche podía renovar o tenía que repetirse. Por la tarde le había marcado tres goles al Valencia. Me acordé un momento de su compatriota Kocsis, un interior del Barcelona a quien se apodaba ‘Cabecita de oro’ si no me equivoco, se suicidó hace años, bastantes después de haberse retirado. No sé por qué pensé en él y no en Kubala o en Puskas, que supieron divertirse y hacer luego carrera como entrenadores. Al fin y al cabo, Szentkuthy se estaba divirtiendo aquella noche.

Lo seguí viendo jugar durante dos temporadas más, en las que tuvo altibajos pero dejó varias imágenes para el recuerdo. Predomina en mi memoria la que predomina para cuantos la vieron: en un partido de Copa de Europa contra el Inter de Milán, en el que faltaba un gol para alcanzar las semifinales, restaban sólo diez o doce minutos cuando Szentkuthy recibió el balón en su propio campo tras el rebote de un córner contra su portería. Estaba solo para montar el contraataque y había dos defensas todavía, rezagados, entre él y el guardameta rival; se deshizo de uno ganándole en la carrera y del otro en un quiebro antes de llegar al área; salió el portero hasta allí a la desesperada, Szentkuthy lo regateó también y esquivó el penalty que trató de hacerle; levantó entonces la vista hacia la meta completamente vacía, no tenía más que golpear el balón desde el borde del área para marcar el gol que todo el estadio ya veía y ansiaba con ese resto de zozobra que siempre existe entre lo inminente y seguro y su llegada efectiva. El murmullo de excitación se tornó silencio repentino, ocultaba un grito ahogado en cien mil gargantas, que no salía: ‘¡Chuta! ¡Chuta ya, por amor de Dios!’, todo sería definitivo con el balón en la red, no antes, había que verlo allí dentro. Szentkuthy no chutó, sino que siguió avanzando con el balón pegado al pie, controlado, hasta la línea de gol y allí mismo lo paró con la suela de la bota. Durante un segundo lo mantuvo quieto, sujeto por su bota contra la hierba o contra la cal de la línea, sin permitir que la traspasara. Otros dos defensas italianos corrían hacia él como rayos, también el portero recuperado. Era imposible que llegaran a tiempo, Szentkuthy sólo tenía que soltarlo para que cruzara esa línea, pero en el fútbol nada se ve seguro hasta que sucede. No recuerdo un silencio más asfixiado en un estadio. Fue tan sólo un segundo pero no creo que se le haya borrado a ninguno de los espectadores. Marcó la diferencia abismal entre lo inevitable y lo ya no evitado, entre lo que aún es futuro y lo que ya ha pasado, entre el ‘Aún no’ y el ‘Ya está’, a cuya transición palpable nos es dado asistir muy pocas veces. Cuando el portero y los dos defensas se le echaban encima, Szentkuthy hizo rodar suavemente el balón con la suela unos centímetros y volvió a pararlo una vez que hubo atravesado la línea de meta. No lo envió a la red, lo hizo avanzar sólo lo justo para que lo que aún no era gol ya lo fuera. Nunca se hizo tan manifesto el muro invisible que cierra una portería. Fue un desdén y una chulería, el estadio se vino abajo y se cubrió de pañuelos, se juntaron la impresión admirable de la jugada entera y el alivio tras el sufrimiento superfluo al que Szentkuthy había sometido a cien mil personas y a unos cuantos millones más que lo vivieron desde sus casas. Los locutores de radio tuvieron que suspender su grito, lo dieron sólo cuando él lo quiso, no un segundo antes. Negó la inminencia, y no es tanto que detuviera el tiempo cuanto que lo marcó y lo volvió indeciso, como si estuviera diciendo: ‘Yo soy el artífice y será cuando yo lo diga, no cuando queráis vosotros. Si es, pues soy yo quien decide.’ No se puede pensar en lo que habría ocurrido si el portero llega a tiempo y le saca el balón de debajo de la bota. No se puede pensar porque no ocurrió y porque da mucho miedo, nadie perdona a quien se recrea en la suerte si la suerte le da la espalda como castigo tras haber estado a su favor totalmente. Cualquier otro jugador habría disparado a puerta vacía desde el borde del área cuando ya no hubo obstáculos, con su voluntad afirmativa de ganar la eliminatoria y ganarla cuanto antes. La voluntad de Szentkuthy era cuando menos vacilante, como si quisiera subrayar que no hay nada inevitable: va a ser gol, pero vean, también podría no serlo.

Aquella temporada no fue buena en su conjunto pese a esta jugada o quizá por ella, y la siguiente fue nefasta. Szentkuthy parecía desganado, apenas marcaba goles y sólo jugaba a ráfagas, se lesionó en el mes de enero y ya no se recuperó en todo el campeonato, lo pasó casi en blanco.

En una ocasión me invitaron a presenciar un partido en el palco presidencial, y al lado me tocó Szentkuthy, a mi izquierda; a la suya había una joven con aire un poco anticuado, oí que hablaban en húngaro, me dije que sería húngaro, no entendía una palabra. No me reconoció como es lógico, apenas si me miró, estaba embebido en el juego, como si se hallara en el césped con sus compañeros, en tensión alerta. De vez en cuando les chillaba en español porque desde allí veía muy claro lo que tenían que hacer en cada oportunidad perdida. Era evidente que sufría por no estar abajo con ellos. Cuando no le quedaran goles sólo le quedarían las mujeres, pensé. Cuando se retirara sería siempre demasiado joven.

En el descanso volvió a la realidad pero no se movió del sitio pese a la tarde fría, soleada. Fue entonces cuando me atreví a dirigirle la palabra. Iba mejor vestido, con corbata y abrigo con el cuello subido, había visto más anuncios; fumó un cigarrillo en cada tiempo, delante de sus jefes y de las cámaras.

¿Cuándo te vemos otra vez de corto, Kentucky? ‑le pregunté.

Dos semanas ‑dijo, y levantó dos dedos como para confirmarlo con hechos. Era el mes de febrero.

La joven, que entendería poco pero lo suficiente, hizo un gesto dubitativo acompañado de una sonrisa modesta y levantó tres dedos, luego un cuarto, como llamándolo a la verdad. Su intervención me permitió preguntarle a él:

¿La señora es también húngara?

Sí, es húngara ‑contestó‑, pero no es la señora. Tenía un sentido de la literalidad propia de quienes hablan lenguas que no son suyas.‑ Es mi novia.

Mucho gusto ‑dije yo, y le di la mano y añadí mi nombre, presentándome, esta vez sin profesión.

Encantada, señor ‑acertó a decir ella con inseguridad, quizá una frase suelta aprendida sin contexto, como se aprende en seguida ‘Adiós’ y ‘Gracias’. No dijo más, se hundió de nuevo en su asiento, mirando al frente, al estadio abarrotado y un poco sesteante aquel domingo. Decir algo de ella sería por mi parte demasiado atrevimiento, la vi de perfil y la oí aún menos. Sólo que era muy joven y bastante agraciada, con un aire tímido y a la vez convencido, una voluntad afirmativa. Nada espectacular si se la comparaba con las chicas de la discoteca Joy, ni siquiera con la mujer que aquella noche venía conmigo, hacía tiempo que no la veía, quién sabía si se habrían encontrado de nuevo, Szentkuthy y ella, otra noche de farra en la que a mí ya no me hubiera importado con quién se fuese. No sé nada de ella y bien poco sabía ya entonces, aquella tarde en el palco.

El partido estaba empatado a cero y el equipo jugaba mal, voluntariosamente pero nada inspirado. En jornadas así se echaba en falta a Szentkuthy, aunque hasta su lesión no hubiera brillado.

¿Qué, cómo va a acabar esto? ‑le pregunté.

Me miró con aire de superioridad momentánea, probablemente porque yo le pedía opinión, pero ese aire lo he visto a menudo en los hombres recién casados, aunque él aún no se había casado. A veces es la expresión de un esfuerzo de respetabilidad que llevan a cabo los calaveras para halagar a sus mujeres o novias cuando acaban de contraer matrimonio o están a punto de hacerlo. Luego lo abandonan, el esfuerzo.

Podemos ganar fácil, podemos perder difícil.

No entendí bien lo que quería decir y me quedé dándole vueltas durante el segundo tiempo. Si ganaban, sería con facilidad; si perdían, sería con dificultad; o bien, era fácil que ganaran y difícil que perdieran, tal vez era eso, imposible saberlo. Él no estaba por la charla y no quise insistir. Se volvió hacia su novia en seguida, hablaron en húngaro y en voz casi baja. Era una de esas mujeres que para reclamar la atención del marido o el novio le tiran con dos dedos de la manga o le introducen la mano en el bolsillo del abrigo, no sabría explicarlo de otra forma, tampoco debo.

En el segundo tiempo se ganó tres a cero y el equipo jugó muy bien casi siempre a partir de entonces. A Szentkuthy, por tanto, se lo echó poco de menos. Su rodilla evolucionó mucho peor de lo que se pensó al principio, mucho peor de lo que se pensaba en febrero y en marzo y en abril y en mayo. O bien él no fue obediente en su convalecencia tras el quirófano. Tuvo algún conflicto con el entrenador y al término de la temporada se le dio la baja, se lo traspasó al fútbol francés, al que van los grandes cuando parece que no llegarán a serlo del todo ni se los recordará como tales.

Jugó tres años más en el Nantes sin muchos alardes, aquí se supo de él poco, los periodistas olvidan pronto, tan pronto que la noticia de su muerte sólo ha aparecido con algún detalle en la prensa deportiva que yo no suelo comprar, un sobrino mío me enseñó el recorte. Hace ya ocho años que Szentkuthy dejó Madrid, seguramente hacía cinco que ya no jugaba al fútbol a menos que se hubiera arrastrado por los desconocidos equipos de su país, aquí no se sabe casi nada de Hungría. Un hombre de treinta y tres años a la hora de su muerte, un hombre joven sin goles nuevos y con sus vídeos demasiado vistos, sólo podría coleccionar mujeres en su Budapest natal, allí seguiría siendo un ídolo, el niño que se marchó y triunfó lejos y vivirá ya siempre del recuerdo orgulloso de sus hazañas remotas cada vez más difuminadas. Ya no vive porque le han disparado en el pecho, y quizá hubo un segundo en que su mujer convencida y tímida flaqueó en su voluntad afirmativa y dudó si apretar el gatillo tan duro con sus dos dedos frágiles aunque a la vez supiera que lo apretaría. Quizá hubo un segundo en que se negó la inminencia y el tiempo fue marcado y se volvió indeciso, y en el que Szentkuthy vio claros la línea divisoria y el muro normalmente invisible que separan vida y muerte, el único ‘Aún no’ y el único ‘Ya está’ que cuentan. A veces están en poder de las cosas más nimias, de unos dedos sin fuerza que se han cansado de buscar un bolsillo y tirar de una manga, o de la suela de una bota.

El penal más largo del mundo

Obra. Josué Carantón


El penal más largo del mundo

Osvaldo Soriano

 

       El penal más fantástico del que yo tenga noticia se tiró en 1958 en un lugar perdido del valle de Río Negro, en Argentina, un domingo por la tarde en un estadio vacío. Estrella Polar era un club de billares y mesas de baraja, un boliche de borrachos en una calle de tierra que terminaba en la orilla del río. Tenía un equipo de fútbol que participaba en el campeonato del valle porque los domingos no había otra cosa que hacer y el viento arrastraba la arena de las bardas y el polen de las chacras.


    Los jugadores eran siempre los mismos, o los hermanos de los mismos. Cuando yo tenía quince años, ellos tendrían treinta y me parecían viejísimos. Díaz, el arquero, tenía casi cuarenta y el pelo blanco que le caía sobre la frente de indio araucano. En el campeonato participaban dieciséis clubes y Estrella Polar siempre terminaba más abajo del décimo puesto. Creo que en 1957 se habían colocado en el decimotercer lugar y volvían a sus casas cantando, con la camiseta roja bien doblada en el bolso porque era la única que tenían. En 1958 empezaron ganándole a Escudo Chileno, otro club de miseria.

    A nadie le llamo la atención eso. En cambio, un mes después, cuando habían ganado cuatro partidos seguidos y eran los punteros del torneo, en los doce pueblos del valle empezó a hablarse de ellos.

    Las victorias habían sido por un gol, pero alcanzaban para que Deportivo Belgrano, el eterno campeón, el de Padini, Constante Gauna y Tata Cardiles, quedara relegado al segundo puesto, un punto más abajo. Se hablaba de Estrella Polar en la escuela, en el ómnibus, en la plaza, pero no imaginaba todavía que al terminar el otoño tuvieran 22 puntos contra 21 de los nuestros.

    Las canchas se llenaban para verlos perder de una buena vez. Eran lentos como burros y pesados como roperos, pero marcaban hombre a hombre y gritaban como marranos cuando no tenían la pelota. El entrenador, un tipo de traje negro, bigotitos recortados, lunar en frente y pucho apagado entre los labios, corría junto a la línea de toque y los azuzaba con una vara de mimbre cuando pasaban a su lado. El público se divertía con eso y nosotros, que por ser menores jugábamos los sábados, no nos explicábamos como ganaban si eran tan malos.

    Daban y recibían golpes con tanta lealtad y entusiasmo, que terminaban apoyándose unos sobre otros para salir de la cancha mientras la gente les aplaudía el 1 a 0 y les alcanzaba botellas de vino refrescadas en la tierra húmeda. Por las noches celebraban en el prostíbulo de Santa Ana y la gorda Leticia se quejaba de que se comieran los restos del pollo que ella guardaban en la heladera. Eran la atracción y en el pueblo se les permitía todo. Los viejos los recogían de los bares cuando tomaban demasiado y se ponían pendencieros; los comerciantes les regalaban algún juguete o caramelos para los hijos y en el cine, las novias les consentían caricias por encima de las rodillas. Fuera de su pueblo nadie los tomaba en serio, ni siquiera cuando le ganaron a Atlético San Martín por 2 a 1.

    En medio de la euforia perdieron, como todo el mundo, en Barda del Medio y al terminar la primera rueda dejaron el primer puesto cuando Deportivo Belgrano los puso en su lugar con siete goles. Todos creímos, entonces, que la normalidad empezaba a restablecerse. Pero el domingo siguiente ganaron 1 a 0 y siguieron con su letanía de laboriosos, horribles triunfos y llegaron a la primavera con apenas un punto menos que el campeón.

    El último enfrentamiento fue histórico por el penal. El estadio estaba repleto y los techos de las casas también. Todo el mundo esperaba que Deportivo Belgrano repitiera los siete goles de la primera rueda. El día era fresco y soleado y las manzanas empezaban a colorearse en los árboles. Estrella Polar trajo más de quinientos hinchas que tomaron una tribuna por asalto y los bomberos tuvieron que sacar las mangueras para que se quedaran quietos.

    El referí que pitó el penal era Herminio Silva, un epiléptico que vendía las rifas del club local y todo el mundo entendió que se estaba jugando el empleo cuando a los cuarenta minutos del segundo tiempo estaban uno a uno y todavía no había cobrado la pena por más que los de Deportivo Belgrano se tiraran de cabeza en el área de Estrella Polar y dieran volteretas y malabarismos para impresionarlo. Con el empate el local era campeón y Herminio Silva quería conservar el respeto por sí mismo y no daba penal porque no había infracción.

    Pero a los 42 minutos, todos nos quedamos con la boca abierta cuando el puntero izquierdo de Estrella Polar clavó un tiro libre desde muy lejos y se pusieron arriba 2 a 1. Entonces sí, Herminio Silva pensó en su empleo y alargó el partido hasta que Padini entró en el área y ni bien se le acercó un defensor pitó. Ahí nomás dio un pitazo estridente, aparatoso y sancionó el penal. En ese tiempo el lugar de ejecución no estaba señalado con una mancha blanca y había que contar doce pasos de hombre. Herminio Silva no alcanzó siquiera a recoger la pelota porque el lateral derecho de Estrella Polar, el Colo Rivero, lo durmió de un cachetazo en la nariz. Hubo tanta pelea que se hizo de noche y no hubo manera de despejar la cancha ni de despertar a Herminio Silva. El comisario, con la linterna encendida, suspendió el partido y ordenó disparar al aire. Esa noche el comando militar dictó estado de emergencia, o algo así, y mandó a enganchar un tren para expulsar del pueblo a toda persona que no tuviera apariencia de vivir allí.

    Según el tribunal de la Liga, que se reunió el martes, faltaban jugarse veinte segundos a partir de la ejecución del tiro penal y ese match aparte entre Constante Gauna, el shoteador y el gato Díaz al arco, tendría lugar el domingo siguiente, en el mismo estadio a puertas cerradas. De manera que el penal duró una semana y fue, si nadie me informa lo contrario, el más largo de toda la historia. El miércoles faltamos al colegio y nos fuimos al pueblo vecino a curiosear. El club estaba cerrado y todos los hombres se habían reunido en la cancha, entre las bardas. Formaban una larga fila para patearle penales al Gato Díaz y el entrenador de traje negro y lunar trataba de explicarles que esa era la mejor manera de probar al arquero.

    Al final, todos tiraron su penal y el Gato atajó unos cuantos porque le pateaban con alpargatas y zapatos de calle. Un soldado bajito, callado, que estaba en la cola, le tiró un puntazo con el borceguí militar y casi arranca la red. Al caer la tarde volvieron al pueblo, abrieron el club y se pusieron a jugar a las cartas. Díaz se quedó toda la noche sin hablar, tirándose para atrás el pelo blanco y duro hasta que después de comer se puso un escarbadientes en la boca y dijo:

    -Constante los tira a la derecha.
    -Siempre -dijo el presidente del club.
    -Pero él sabe que yo sé.
    -Entonces estamos jodidos.
    -Sí, pero yo sé que él sabe -dijo el Gato.
    -Entonces tírate a la izquierda y listo -dijo uno de los que estaban en la mesa.
    -No. Él sabe que yo sé que él sabe -dijo el Gato Díaz y se levantó para ir a dormir.

    -El Gato esta cada vez más raro -dijo el presidente del club cuando lo vio salir pensativo, caminando despacio.

    El martes no fue a entrenar y el miércoles tampoco. El jueves, cuando lo encontraron caminando por las vías del tren estaba hablando solo y lo seguía un perro con el rabo cortado.

    -¿Lo vas a atajar?- le preguntó, ansioso, el empleado de la bicicletería.
     –No sé. ¿Qué me cambia eso? –preguntó.
    –Que nos consagramos todos, Gato. Les tocamos el culo a esos maricones de Belgrano.
    –Yo me voy consagrar cuando la rubia de Ferreyra me quiera querer –dijo y silbó al perro para volver a su casa.

    El viernes, la rubia de Ferreyra estaba atendiendo la mercería cuando el intendente del pueblo entró con un ramo de flores y una sonrisa ancha como una sandía abierta. Esto te lo manda el Gato Díaz y hasta el lunes vos decís que es tu novio.

    –Pobre tipo –dijo ella con una mueca y ni miró las flores que habían llegado de Neuquén por el ómnibus de las diez y media. 

    A la noche fueron juntos al cine. En el entreacto el Gato salió al hall a fumar y la rubia de los Ferreyra se quedó sola en la media luz, con la cartera sobre la falda, leyendo cien veces el programa sin levantar la vista.

    El sábado a la tarde el Gato Díaz pidió prestadas dos bicicletas y fueron a pasear a las orillas del río. Al caer la tarde la quiso besar, pero ella dio vuelta la cara y dijo que el domingo a la noche, tal vez, después que atajara el penal, en el baile.

    –¿Y yo cómo sé? –dijo él.
    –¿Cómo sabés qué?
    –Si me tengo que tirar para ese lado.
    La rubia Ferreyra lo tomó de la mano y lo llevó hasta donde habían dejado las bicicletas.
    –En esta vida nunca se sabe quién engaña a quién –dijo ella.
    –¿Y si no lo atajo? –preguntó él.
    –Entonces quiere decir que no me querés –respondió la rubia, y volvieron al pueblo.

    El domingo del penal salieron del club veinte camiones cargados de gente, pero la policía los detuvo a la entrada del pueblo y tuvieron que quedarse a un costado de la ruta, esperando bajo el sol. En aquel tiempo y en aquel lugar no había emisoras de radio, ni forma de enterarse de lo que ocurría en una cancha cerrada, de manera que los de Estrella Polar establecieron una posta entre el estadio y la ruta.

    El empleado del bicicletero subió a un techo desde donde se veía el arco del Gato Díaz y desde allí narraba lo que ocurría a otro muchacho que había quedado en la vereda que a su vez transmitía a otro que estaba a veinte metros y así hasta que cada detalle llegaba a donde esperaban los hinchas de Estrella Polar.

    A las tres de la tarde, los dos equipos salieron a la cancha vestidos como si fueran a jugar un partido en serio. Herminio Silva tenía un uniforme negro, desteñido pero limpio y cuando todos estuvieron reunidos en el centro de la cancha fue derecho hasta donde estaba el Colo Rivero que le había dado el cachetazo el domingo anterior y lo expulsó de la cancha. Todavía no se había inventado la tarjeta roja, y Herminio señalaba la entrada del túnel con una mano temblorosa de la que colgaba el silbato.

    Al fin, la policía sacó a empujones al Colo que quería quedarse a ver el penal. Entonces el árbitro fue hasta el arco con la pelota apretada contra una cadera, contó doce pasos y la puso en su lugar. El Gato Díaz se había peinado a la gomina y la cabeza le brillaba como una cacerola de aluminio.

    Nosotros los veíamos desde el paredón que rodeaba la cancha, justo detrás del arco, y cuando se colocó sobre la raya de cal y empezó a frotarse las manos desnudas, empezamos a apostar hacía dónde tiraría Constante Gauna.

    En la ruta habían cortado el tránsito y todo el Valle estaba pendiente de ese instante porque hacía diez años que el Deportivo Belgrano no perdía un campeonato. También la policía quería saber, así que dejaron que la cadena de relatores se organizara a lo largo de tres kilómetros y las noticias llegaban de boca en boca apenas espaciadas por los sobresaltos de la respiración.

    Recién a las tres y media, cuando Herminio Silva consiguió que los dirigentes de los dos clubes, los entrenadores y las fuerzas vivas del pueblo abandonaran la cancha, Constante Gauna se acercó a acomodar la pelota. Era flaco y musculoso y tenía las cejas tan pobladas que parecían cortarle la cara en dos. Había tirado ese penal tantas veces –contó después– que volvería a patearlo a cada instante de su vida, dormido o despierto.

    A las cuatro menos cuarto, Herminio Silva se puso a medio camino entre el arco y la pelota, se llevó el silbato a la boca y sopló con todas sus fuerzas. Estaba tan nervioso y el sol le había machacado tanto sobre la nuca, que cuando la pelota salió hacia el arco, el referí sintió que los ojos se reviraban y cayó de espalda echando espuma por la boca. Díaz dio un paso al frente y se tiró a su derecha. La pelota salió dando vueltas hacía el medio del arco y Constante Gauna adivinó enseguida que las piernas del Gato Díaz llegarían justo para desviarla hacia un costado. El gato pensó en el baile de la noche, en la gloria tardía y en que alguien corriera a tirar la pelota al córner porque había quedado picando en el área.

    El petiso Mirabelli llegó primero que nadie y la sacó afuera, contra el alambrado, pero el árbitro Herminio Silva no podía verlo porque estaba en el suelo, revolcándose con su epilepsia. Cuando todo Estrella Polar se tiró sobre el Gato Díaz, el juez de línea corrió hacía Herminio Silva con la bandera parada y desde el paredón donde estábamos sentados oímos que gritaba: “¡no vale, no vale!”.

    La noticia corrió de boca en boca, jubilosa. La atajada del Gato y el desmayo del árbitro. Entonces en la ruta todos abrieron las botellas de vino y empezaron a festejar, aunque el “no vale” llegara balbuceado por los mensajeros como una mueca atónita.

Hasta que Herminio Silva no se puso de pie, desencajado por el ataque, no hubo respuesta definitiva. Lo primero que preguntó fue “qué pasó” y cuando se lo contaron sacudió la cabeza y dijo que había que patear de nuevo porque él no había estado allí y el reglamento decía que el partido no puede jugarse con un árbitro desmayado. Entonces el Gato Díaz apartó a los que querían pegarle al vendedor de rifas de Deportivo Belgrano y dijo que había que apurarse porque esa noche él tenía una cita y una promesa y fue otra vez bajo el arco.

    Constante Gauna debía tenerse poca fe, porque le ofreció el tiro a Padini y recién después fue hacía la pelota mientras el juez de línea ayudaba a Herminio Silva a mantenerse parado. Afuera se escuchaban bocinazos de festejo y los jugadores de Estrella Polar empezaron a retirarse de la cancha rodeados por la policía.

El pelotazo salió hacia la izquierda y el Gato Díaz se fue para el mismo lado con una elegancia y una seguridad que nunca más volvió a tener. Costante Gauna miró al cielo y después se echó a llorar. Nosotros saltamos del paredón y fuimos a mirar de cerca a Díaz, el viejo, el grandote, que miraba la pelota que tenía entre las manos como si hubiera sacado la sortija de la calesita.

 Dos años más tarde, cuando él era una ruina y yo un joven insolente, me lo encontré otra vez, a doce pasos de distancia y lo vi inmenso, agazapado en puntas de pie, con los dedos abiertos y largos. En una mano llevaba un anillo de matrimonio que no era de la rubia de los Ferreyra sino de la hermana del Colo Rivero, que era tan india y tan vieja como él. Evité mirarlo a los ojos y le cambié la pierna; después tiré de zurda, abajo, sabiendo que no llegaría porque estaba un poco duro y le pesaba la gloria. Cuando fui a buscar la pelota dentro del arco, el Gato Díaz estaba levantándose como un perro apaleado.

    –Bien, pibe –me dijo–. Algún día, cuando seas viejo, vas a andar contando por ahí que le hiciste un gol al Gato Díaz, pero para entonces ya nadie se va a acordar de mí.